De Ciudadano
Ediciones Minga
1983
LAS NUBES.
Niño,
las nubes no son de algodón;
las nubes son
el bostezo de Dios.
Niño,
las nubes no son un adorno;
las nubes
son un estorbo:
no nos dejan ver a Dios.
UN DOMINGO.
La tarde se asolea, azul,
en la plaza. Las palomas se congregan
luminosas y amargas
entre volantines y esferas
que se enredan en los cables.
Un niño llora
su gorra marinera
en la cabeza del lustrabotas.
Los hombres sueñan.
La tarde gira
en la manivela
del organillero.
DISTANCIA.
Indiferencia del mundo
y de las cosas
hacia mi;
indiferencia mía
hacia el mundo y las cosas:
mutua correspondencia.
Transito
y caigo
de pie.
La misma puerta
entreabierta
en un desierto
marchito de sol.
La gaviota extraviada
en un espejismo de mar,
abre sus alas,
yerta,
sobre el vacio de las cosas.
NAIPE.
Veintiún años:
poco a poco me descubro
la baraja que me dieron.
¿Qué carta
tirar primero?
Lo de mirarse uno mismo
-cara de astuto viajero,
diente de viejo zorro-
por algo que no sabernos.
¡Y tan largo
que se me vuelve este juego!
ESCENA COTIDIANA.
La mosca sobrevuela
en torno del almuerzo.
El hombre se levanta,
matamoscas en mano,
y se le enreda un pie:
voltea ella la mesa,
muere el hombre, aplastado.
Entonces
almuerza la mosca
entre blancos aromas
de zapallo.
HABITOS.
Esta vieja costumbre en consecuencia
de amanecer cansado cada día
con la cara de siempre, el mismo aspecto
-cordero estupefacto, ¡no hay derecho!-,
la liturgia congénita de mirarme al espejo:
descubrirme in fraganti con peineta y dentífrico
-no asienta esa conducta en mansa bestia-;
conciencia de estar vivo y respirando
-con qué objeto, que sabes-, y otras cosas
que, por último, ahora no tolero:
la plena autonomía de mis gestos
y la fidelidad de mis zapatos.
Niño,
las nubes no son de algodón;
las nubes son
el bostezo de Dios.
Niño,
las nubes no son un adorno;
las nubes
son un estorbo:
no nos dejan ver a Dios.
UN DOMINGO.
La tarde se asolea, azul,
en la plaza. Las palomas se congregan
luminosas y amargas
entre volantines y esferas
que se enredan en los cables.
Un niño llora
su gorra marinera
en la cabeza del lustrabotas.
Los hombres sueñan.
La tarde gira
en la manivela
del organillero.
DISTANCIA.
Indiferencia del mundo
y de las cosas
hacia mi;
indiferencia mía
hacia el mundo y las cosas:
mutua correspondencia.
Transito
y caigo
de pie.
La misma puerta
entreabierta
en un desierto
marchito de sol.
La gaviota extraviada
en un espejismo de mar,
abre sus alas,
yerta,
sobre el vacio de las cosas.
NAIPE.
Veintiún años:
poco a poco me descubro
la baraja que me dieron.
¿Qué carta
tirar primero?
Lo de mirarse uno mismo
-cara de astuto viajero,
diente de viejo zorro-
por algo que no sabernos.
¡Y tan largo
que se me vuelve este juego!
ESCENA COTIDIANA.
La mosca sobrevuela
en torno del almuerzo.
El hombre se levanta,
matamoscas en mano,
y se le enreda un pie:
voltea ella la mesa,
muere el hombre, aplastado.
Entonces
almuerza la mosca
entre blancos aromas
de zapallo.
HABITOS.
Esta vieja costumbre en consecuencia
de amanecer cansado cada día
con la cara de siempre, el mismo aspecto
-cordero estupefacto, ¡no hay derecho!-,
la liturgia congénita de mirarme al espejo:
descubrirme in fraganti con peineta y dentífrico
-no asienta esa conducta en mansa bestia-;
conciencia de estar vivo y respirando
-con qué objeto, que sabes-, y otras cosas
que, por último, ahora no tolero:
la plena autonomía de mis gestos
y la fidelidad de mis zapatos.
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